sábado, 9 de febrero de 2013

Comentario de "El cine o el hombre imaginario" (capítulo 4)


En el cuarto capítulo del libro de Edgar Morin se le atribuye al cine un alma. La referencia al alma es para emplear el concepto de alma como símbolo para significar lo emotivo del mismo y el hecho de que lo espectacular del cine es que apela a las emociones del espectador y las despierta tanto o más que hechos reales. 
Como las emociones siempre implican la subjetividad, entra en juego la proyección y la identificación de cada individuo con respecto al exterior. Para permitir la comprensión todos dependemos enteramente de relacionar datos nuevos con aquellos datos viejos que tenemos ya almacenados en nuestra memoria. En el caso del cine (y por supuesto no sólo del cine), la explicación de todo suceso se remontará a la transmisión de cosas relativas a nuestra propia historia hacia los sucesos del exterior, o al reconocimiento de nosotros en el exterior. La proyección y la identificación son procesos por los que no sólo pasan los espectadores, sino también aquellos que crean historias nuevas; la razón por la que no podemos evitar la proyección y la identificación es debido a que por más que queramos jamás seremos capaces de salir de nosotros mismos. 
A pesar de que la convivencia humana se construye basada en la comunicación, difícilmente podríamos decir que el intercambio de información es completamente efectivo; ¿cuántas obras de teatro, cuántas películas y cuántos libros giran al rededor del tema de la incomunicación? Lo cierto es que dentro de la estructura lógica de pensamientos que vamos creando según nuestras experiencias a lo largo de los años propios solamente entra aquello para lo que ya hay lugar. Vemos lo que queremos ver, escuchamos lo que queremos escuchar, aprendemos lo que queremos (y podemos) aprender. Cualquier intercambio de información del que somos testigos pasa y vuelve a pasar a través y por nosotros como individuos, porque es la única forma que tenemos de no sucumbir ante una interminable confusión. Nuestra propia mente es el único recinto en el que podemos sentirnos relativamente seguros y convencidos de algo; los recuerdos y experiencias apuntalan cualquier pedazo de información nueva que puede entrar en nuestra mente.
En ese escenario es bastante obvio que prefiramos sentir a sólo ver. Las cosas que despiertan nuestras emociones nos hablan directamente a nosotros como individuos y nos permiten entender. A pesar de que es poco probable que todos sintamos las emociones de la misma manera o que todos tengamos un umbral de sensaciones similar, todos sentimos (aunque sea un poquito). Por lo mismo a pesar de que el cine nos ayuda a escaparnos de nosotros mismos, también nos lleva por el mismo camino a encontrarnos de nuevo. 
Nos encontramos dentro y fuera de nosotros mismos. Nos identificamos y reconocemos en donde no estamos, porque si no lo hacemos las cosas pierden un poco su significado porque se escapa de nuestra entera comprensión. Proyectándonos e identificándonos podemos participar de las cosas. Participando de las cosas podemos encontrar en ellas una impresión de vida y de realidad que le da verosimilitud a aquello de lo que somos partícipes. La proyección y la identificación son aquellas cosas que dan vida al cine y lo hacen interesante. Sin que estuviera involucrado el afecto, el cine no sería probablemente más que una curiosidad.
En el momento que el afecto está involucrado podemos servirnos del cine como sustituto de provocaciones que nos permiten liberarnos de pasiones que nos detienen, a la vez que podemos deshacernos de una manera legal (o libre de culpas) de algunos deseos que en teoría no deberíamos tener. El cine es un escape y una trampa positiva para el alma emotiva del ser humano que en los últimos años no ha hecho más que intentar deshacerse o esconder más esas emociones, hecho que por lo tanto no hace más que darle un valor aún más necesario al cine en la actualidad.

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